domingo, 21 de febrero de 2010

La guerra fría (parte II)

Fuente: Historia del siglo XX (Eric Hobsbawm)

Las armas atómicas no se usaron, pese a que las potencias nucleares paticiparon en tres grandes guerras, sin llegar a enfrentarse directamente. Sobresaltados por la victoria comunista en China, los EEUU intervinieron en Corea en el '50 para impedir que el régimen comunista del norte se extendiera hacia el sur, con un resultado de tablas. Hicieron lo mismo en Vietnam y perdieron. La URSS prestó asistencia militar a Afganistán contra las guerrillas apoyadas por EEUU y pertrechadas por Pakistán.

Mucho más evidentes resultan las consecuencias políticas de la guerra fría, que polarizó el mundo en dos bandos claramente divididos. En occidente los comunistas desaparecieron de los gobiernos para convertirse en parias políticos permanentes. La URSS eliminó a los no comunistas de las "democracias populares" pluripartidistas, que fueron clasificadas desde entonces como "dictaduras del proletariado", o sea, de los partidos comunistas. La política del bloque comunista fue monolítica, aunque la fragilidad del monolito fue cada vez más evidente a partir del '56. La política de los estados europeos alineados con EEUU fue más multicolor: mientras les uniera su antipatía por los soviéticos no importaba que partido político estuviera al mando, desde la izquierda socialdemócrata hasta la derecha moderada no nacionalista. Sin embargo, los EEUU simplificaron las cosas en Japón e Italia al crear sistemas de partido único que propiciaron la corrupción institucional a una escala asombrosa. Además, en Alemania y Japón pronto alteraron la política de reformas antimonopólicas, que los asesores roosveltianos habían impuesto durante la ocupación, para apoyarse en las grandes empesas alemanas y los zaibatsu japoneses, a falta de los bastiones anticomunistas fascistas que habían sido eliminados de la escena pública por la guerra (aunque, de todos modos, fueron empleados por los servicios de inteligencia).

Los efectos de la guerra fría sobre la política internacional europea fueron aun más notables que sobre su política interna: creó la Comunidad Europea, una organización política sin ningún precedente. Por suerte para los aliados de los norteamericanos, la situación de Europa parecía tan tensa al final de la guerra, que Washington creyó que el desarrollo de una economía europea (y más tarde tambien japonesa) fuerte era la prioridad más urgente, por lo que lanzó el plan Marshall en el '47, que a diferencia de ayudas anteriores adoptó la forma de transferencias a fondo perdido más que de créditos. Nuevamente, por suerte para los aliados, los planes norteamericanos de libre comercio y libre convertibilidad en una posguerra dominada por ellos carecieron de realismo, dadas las tremendas dificultades de pago de Europa y Japón tras la guerra. Tampoco pudieron imponer su modelo de Europa unida: ni a los británicos, que aún se consideraban una potencia, ni a los franceses, que soñaban con una Francia fuerte y una Alemania dividida, les gustaba. Pero para los norteamericanos el lógico complemento del plan Marshall era una Europa reconstruida y parte de la alianza antisoviética, que no podía excluir la reconstrucción y el rearme alemanes. Dada la situación, lo mejor que los franceses podían hacer era entrelazar sus intereses y los de Alemania Occidental tan estrechamente que resultara imposible el conflicto entre los dos antiguos adversarios, por lo que propusieron su propia versión de una unión europea: la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (más tarde Comunidad Económica Europea, luego simplemente Comunidad Europea y, desde el '93, Unión Europea). No obstante, aunque los EEUU no fueron capaces de imponer a los europeos sus planes económico-políticos en todos sus detalles, eran lo bastante fuertes para controlar su posición internacional respecto de la política de alianza contra la URSS y sus planes militares.

Y sin embargo, a medida que se fue prolongando la guerra fría fue creciendo la distancia entre el avasallador dominio militar y político de la alianza por parte de Washington y los resultados cada vez peores de la economía norteamericana, que desplazaban el peso económico del mundo a las economías europea y japonesa. Los dólares habían ido saliendo de EEUU como un torrente cada vez mayor, acelerado por la afición norteamericana a financiar el déficit provocado por sus enormes actividades militares planetarias y su ambicioso programa de bienestar social. De estar respaldado por las tres cuartas partes del oro del mundo que llegó a poseer Fort Knox, la estabilidad del dólar fue haciéndose cada vez más dudosa, y los precavidos europeos preferían cambiar papel potencialmente devaluado por lingotes macizos, sacando el oro a chorros de Fort Knox y provocando así el aumento su precio. Durante los años sesenta la estabilidad del dólar comenzó a basarse en la presión de EEUU sobre los bancos centrales europeos para no cambiar sus dólares por oro y unirse a un "bloque del oro". Pero en el '68 este bloque se disolvió, poniendo de facto fin a la convertibilidad del dólar, que se abandonó formalmente en el '71, y, con ella, a la estabilidad del sistema internacional de pagos. Cuando acabó la guerra fría, la hegemonía económica norteamericana estaba tan mermada que el país ni siquiera podía financiar su propia hegemonía militar.

La guerra fría (parte I)

Fuente: Historia del siglo XX (Eric Hobsbawm)

Los 45 años transcurridos entre la explosión de las bombas atómicas y el fin de la URSS no constituyen un período de la historia homogéneo, sino que se dividen en dos mitades, una a cada lado del hito que representan los primeros años '70. Sin embargo, siguen un patrón único marcado por el enfrentamiento constante de las dos superpotencias surgidas de la guerra, un enfrentamiento nuclear permanente basado en la premisa de que sólo el miedo a la "destrucción mutua asegurada" (MAD) impediría a cualquiera de los dos bandos tomar la iniciativa.

Objetivamente, no había ningún peligro inminente de guerra mundial. Pese a su retórica apocalíptica, sobre todo norteamericana, ambas superpotencias aceptaron el reparto global y desigual del globo establecido al final de la guerra. En Europa las líneas de demarcación se habían trazado en '43-'35 en las cumbres en que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin. Fuera de Europa, descontando Japón, la situación no era tan clara, porque se preveía el fin de los antiguos imperios coloniales, ya inminente en Asia, y la orientación futura de los nuevos estados poscoloniales no estaba nada clara. Esta fue la zona donde ambas superpotencias continuaron compitiendo en busca de apoyo e influencia durante toda la guerra fría. Sin embargo, a los pocos años fue quedando claro que, por escasas que fueran sus simpatías hacia EEUU, los nuevos estados no eran en general comunistas: anticomunistas en su política interior y "no alineados" (con el bloque militar soviético) en asuntos exteriores. En la práctica, la situación mundial se hizo razonablemente estable poco después de la guerra y continuó siéndolo hasta mediados de los '70. Hasta entonces, las superpotencias hicieron los máximos esfuerzos por resolver las disputas sobre sus zonas de influencia sin llegar a un choque abierto, se trató la guerra fría como una "paz fría". Por desgracia, la certidumbre misma de que ninguno deseaba realmente apretar el botón atómico, tentó a ambos bandos a agitar el recurso al arma atómica con fines negociadores o domésticos, al precio de desquiciar los nervios de varias generaciones.

Sin embargo, tras la guerra, existía aún la idea -absurda desde el punto de vista actual pero lógica en aquel entonces- de que la era de las catástrofes no se había acabado en modo alguno, de que el futuro del capitalismo mundial y la sociedad liberal distaba mucho de estar garantizado. La mayoría de los observadores esperaba una crisis económica de posguerra grave. Con la excepción de los EEUU, los países beligerantes eran mundos en ruinas habitados por poblaciones que a los norteamericanos les parecían hambrientas, desesperadas y potencialmente radicalizadas. Los comunistas aparecieron en todas partes con mucha más fuerza que en cualquier tiempo anterior, a veces como las formaciones políticas mayores en sus respectivos países. La URSS se había extendido hacia amplias extensiones de Europa y del mundo no europeo. No obstante, se encontraba en ruinas, desangrada y exhausta. Por lo tanto, la política de enfrentamiento entre ambos bandos surgió de su propia situación. La URSS, conciente de lo precario e inseguro de su posición, se enfrentaba a la potencia mundial de los EEUU, concientes de lo precario e inseguro de sus posiciones en Europa y gran parte de Asia. Mientras que a los EEUU les preocupaba el peligro de una hipotética supremacía mundial de la URSS en el futuro, a la URSS le preocupaba la hegemonía real de EEUU en el presente, con una economía más poderosa por aquel entonces que todas las demás economías mundiales juntas. El temor mutuo surgido del enfrentamiento hizo que ambos bandos comenzaran a movilizarse bajo banderas opuestas. Es probable que se hubiera producido el enfrentamiento aun sin ideologías de por medio.

Pero esto no basta para explicar por qué la política de EEUU tenía que basarse en presentar el escenario de pesadilla de una superpotencia moscovita lanzada a la conquista inmediata del planeta al frente de una "conspiración comunista mundial". No explica la premisa inverosímil de que el planeta era tan inestable que podía estallar la guerra mundial en cualquier momento, y que solo la impedía una disuasión mutua sin tregua. Una política de mutua intransigencia e incluso de rivalidad permanente no implica un riesgo cotidiano de guerra. Además, ahora resulta evidente -y tal vez ya era dado concluir entonces- que la URSS no era expansionista:
* donde controlaba regímenes satelites éstos tenían el compromiso de construir economías mixtas con democracias parlamentarias pluripartidistas.
* desmovilizó sus tropas casi tan deprisa como los EEUU.
* se encontraba devastada y necesitaba toda la ayuda económica posible.
* Stalin había demostrado ser tan poco partidiario de correr riesgos fuera del territorio bajo su dominio directo como despiadado dentro del mismo.
* sus planificadores no creían que el capitalismo se encontrara en crisis terminal ni mucho menos, no les cabía duda de que seguiría por mucho tiempo bajo la égida de EEUU, cuya riqueza y poderío habían aumentado enormemente.
Resumiendo, su postura de fondo tras la guerra no era agresiva sino defensiva.

Pero había en la situación dos elementos que contribuyeron a desplazar el enfrentamiento del ámbito de la razón al de las emociones. Primero, como la URSS, los EEUU representaban una ideología considerada sinceramente por muchos norteamericanos como modelo para el mundo. Pero, en segundo lugar, a diferencia de la URSS, los EEUU eran una democracia, que tenía que preocuparse por ganarse los votos de los congresistas y ciudadanos. Además, los EEUU seguían viendo el aislacionismo o un proteccionismo defensivo como sus mayores obstáculos internos para desarrollar su rol de potencia mundial. La histeria pública facilitaba a los presidentes la obtención de enormes sumas necesarias para financiar la política norteamericana a expensas de una ciudadanía notoria por su renuencia a pagar impuestos. Y el anticomunismo era auténticamente popular en un país basado en el individualismo y la empresa privada. Por lo tanto, el anticomunismo apocalíptico resultaba útil, pero la exigencia contradictoria de que se instrumentara una política que hiciera retroceder la agresión comunista perturbando lo menos posible la tranquilidad de los norteamericanos, comprometió a Washington a una estrategia de bombas atómicas en lugar de tropas, a la adopción de una actitud agresiva con una flexibilidad táctica mínima. Si una de las partes puso el espíritu de cruzada en la Realpolitik de la guerra fría y allí lo dejó fue Washington. Finalmente, hay que mencionar los intereses creados de los complejos militar-industriales que se beneficiaron con la loca carrera armamentista y que contaron con el apoyo de sus respectivos gobiernos para usar su superávit para atraerse y armar aliados y satélites y hacerse con lucrativos mercados para la exportación.

jueves, 18 de febrero de 2010

Ensayos sobre la teoría marxista del valor (parte I)

Notas sobre los ensayos de I.I.Rubin.

Introducción

Existe una conexión conceptual estrecha entre las teorias económica y sociológica (ie. materialismo histórico) de Marx. Ambas comparten el mismo punto de partida: el trabajo como elemento básico de la sociedad humana. Las actividades concretas de los hombres en el proceso de producción técnico-material presuponen relaciones de producción concretas entre ellos, y viceversa. El objetivo final de la ciencia es entender la economía como un todo, pero como método de trabajo debe primero separar, por medio de la abstracción, dos aspectos diferentes: el técnico (fuerzas productivas) y el socioeconómico (relaciones de producción). Ambas teorías de Marx giran en torno al mismo problema básico: la relación entre las FPs y las RPs, el arreglo de las RPs a las FPs que hace posible -aunque dentro de ciertos límites progresivamente más restrictivos que dan lugar al creciente conflicto- el proceso de reproducción material de la sociedad. Aplicando este enfoque metodológico general a la sociedad capitalista obtenemos la teoría económica de Marx, su economía política. Esta teoría no analiza el aspecto técnico-material del proceso de producción, sino su forma social, la totalidad de RPs que configuran la "estructura económica" del capitalismo; las FPs están incluídas solo como un presupuesto, un punto de partida, y son tomadas en consideración únicamente en tanto resulten indispensables para el tema principal del análisis. Esta distinción define a la economía política como una ciencia social e histórica, que entre el policromático caos de la vida económica, con su combinación imbricada de métodos técnicos y relaciones sociales, dirige nuestra atención precisamente a aquellas relaciones sociales que se dan en el seno del proceso productivo: las RPs. Finalmente, no debemos olvidar que la política económica presupone una formación económica concreta de la sociedad, el capitalismo, y que, consecuentemente, debe ante todo brindarnos las RPs que son específicas a tal formación, las cuales desarrolla Marx en su teoría del fetichismo de la mercancía.

Bases objetivas del fetichismo de la mercancía

La característica distintiva de la economía mercantil es que la producción es llevada a cabo por productores de mercancías independientes, comprometidos únicamente con sus propios intereses. Así, la producción no es administrada directamente por la sociedad. Por otro lado, cada productor fabrica mercancías, productos que no son para su propio consumo sino para el mercado, para la sociedad. Esta división social del trabajo une a todos los productores en un sistema unificado de partes mutuamente relacionadas y condicionadas. De tal modo la sociedad regula indirectamente la actividad de los hombres, siendo que la circulación de bienes en el mercado, la suba y la caída de sus precios, conduce a cambios en la asignación de recursos, de la actividad laboral de los productores autónomos, de su entrada a y salida de ciertas ramas de la producción, en una palabra, de la redistribución de las FPs en la sociedad. El trabajo del individuo solo se afirma como parte del trabajo de la sociedad por intermedio de las relaciones que el intercambio establece directamente entre productos e indirectamente entre sus productores. Entrando en RPs con sus compradores, un productor es en realidad conectado, por una densa red de RPs más o menos indirectas, con otros innumerables agentes económicos: todos los compradores del mismo producto, todos los productores del mismo producto, sus proveedores de medios de producción, etc. En último análisis, con toda la sociedad. Además, ya en el mismo proceso de producción debe tener en consideración la condiciones y expectativas del mercado; es decir que incluso su actividad productiva es influenciada indirectamente por la actividad productiva de los otros productores.

Como el intercambio de bienes influye sobre la actividad laboral de los productores, la producción y el intercambio representan dos componentes de la reproducción inseparablemente vinculados, aunque específicos de la economía mercantil-capitalista. El intercambio nos interesa en tanto forma social del proceso de reproducción, no como mera fase que alterna con la producción. Este rol del intercambio como un componente imprescindible del proceso de reproducción significa que un miembro de la sociedad solo puede influenciar la actividad productiva de otro a través de cosas (entendidas como productos del trabajo). En la sociedad mercantil, la cosa no aparece únicamente como un misterioso jeroglífico social sino también como un intermediario de las relaciones sociales. La circulación de estas cosas, sus movimientos de precios, están inseparablemente conectados al establecimiento y realización de las RPs entre los individuos. Si las cosas velan las RPs subyacentes es precisamente en la medida en que estas RPs solo tienen lugar a través de la relación entre aquellas cosas. Por ende, la circulación de cosas no se limita a expresar RPs entre los hombres, sino que las crea. Tanto la concepción que asigna relaciones sociales (valor, dinero, capital) a las cosas per se (ie. a sus propiedades materiales o naturales), como la concepción opuesta que las ve como meros símbolos o signos de las relaciones sociales de producción, son incorrectas de acuerdo a Marx. La cosa adquiere la propiedad social no por sus propiedades materiales sino gracias a aquellas RPs que habilita -y no solo simboliza- en la economía mercantil.

El proceso productivo y su forma social

Hay una conexión estrecha entre la producción de bienes materiales y la forma social en que ésta es llevada a cabo, es decir, la totalidad de RPs entre los participantes. Esta totalidad de RPs se adapta a una situación dada de las FPs, que a la vez posibilita dentro de ciertos límites. En una sociedad con una economía regulada, por ejemplo una economía socialista, las RPs son establecidas concientemente para garantizar un curso regular de producción de acuerdo a un plan determinado. Obviamente, los cambios en el proceso material de producción pueden conducir a cambios inevitables en el sistema de RPs, pero estos cambios tienen sitio dentro del sistema y son implementados por sus propias fuerzas internas, por sus cargos administrativos. Tenemos un ejemplo de tal clase de organización de las RPs en la economía capitalista en la organización del trabajo dentro de una empresa (división técnica del trabajo), en oposición a la división del trabajo entre empresas privadas (división social del trabajo). La RPs entre los agentes son organizadas con anticipación con el propósito de la producción de cosas (y no por intermedio de cosas). El producto se mueve a lo largo del proceso productivo sobre la base de las RPs existentes entre los productores, pero este mismo movimiento no crea tales relaciones, que son en cambio preestablecidas en forma relativamente permanente de acuerdo a las necesidades estimadas del proceso material y técnico de producción.

Al contrario, en el mercado un producto pasa de un individuo a otro no sobre la base de RPs establecidas de antemano entre ellos, sino en virtud de la compra-venta, del intercambio de equivalentes, que se limita a la transferencia de cosas. La totalidad de RPs no consiste aquí en un sistema uniforme de interconexiones más o menos permanentes y predeterminadas, con individuos determinados, sino en la conexión de cada productor individual con el mercado indeterminado, al que entra en un punto de una secuencia de transacciones individuales que lo vincula temporalmente con tales o cuales productores. Cada fase de esta secuencia corresponde aproximadamente al avance del producto por las distintas etapas del proceso productivo, que aquí ocurre como efecto del pasaje entre unidades de producción privadas que intercambian voluntariamente equivalentes. Redondeando, este tipo de RPs difiere de las de tipo planificado en los siguientes particulares:

* son establecidas voluntariamente entre los participantes, en forma de transacciones privadas que obedecen a móviles individuales.

* conectan a los participantes por un tiempo breve, aunque esas transacciones momentarias y discontinuas, tomadas como un todo, tienen que mantener la constancia y continuidad del proceso social de reproducción (como las FPs y las RPs no se armonizan en avance, deben ajustarse entre sí sobre la marcha, durante las numerosas transacciones simples en que se descompone la vida económica, o inevitablemente divergirán, lo que en tiempos de crisis llega a resultar catastrófico).

* conectan a los participantes unicamente para el intercambio de cosas. La relación social adquiere la forma de una igualación entre cosas.

En esencia, la conexión entre el proceso material de producción y las RPs tiene el mismo carácter en una sociedad capitalista estratificada en clases, en la que los diferentes factores de producción (medios de producción, fuerza de trabajo y tierra) pertenecen a diferentes clases sociales (capitalistas, obreros y terratenientes, respectivamente) y así adquieren una forma social determinada de la que carecen en el marco de otras formaciones sociales. El proceso de producción no puede comenzar hasta que una RP directa se establezca entre individuos particulares de las tres clases, concentrando los factores técnicos de producción en una unidad económica única bajo la dirección del capitalista. Esta combinación de factores es indispensable en todas las formas sociales de la economía, pero la manera específica en que se consuma distingue las distintas formaciones. Podemos imaginar una sociedad feudal, en la cual la tierra pertence al señor, y el trabajo y los medios de producción -de naturaleza primitiva- pertenecen al siervo. Aquí, una relación social de subordinación y dominación entre señor y siervo antecede y hace posible la combinación de los tres factores de producción. En la sociedad capitalista, donde estas relaciones permanentes y directas no existen, deben ser establecidas en una forma que es habitual para los propietarios de mercancías, a saber, la compra-venta. El capitalista compra del obrero el derecho a usar su fuerza de trabajo y del terrateniente el derecho a usar su tierra. El estatus de cada uno en el proceso no es determinado por reglas políticas o tradicionales sino por su propiedad de cada tipo de mercancía: el capitalista lo es en virtud de la posesión de los medios de producción, el obrero de la fuerza de trabajo y el terrateniente de la tierra. Esta conexión íntima de las RPs con el movimiento de cosas en el proceso material de producción conduce a una "cosificación" (reification) de las RPs.

Cosificación de las RPs y personificación de las cosas

Como vimos, en la sociedad mercantil-capitalista individuos separados aparecen relacionados entre sí por determinadas RPs, no como personas que ocupan un lugar en el proceso productivo social sino exclusivamente como propietarios de determinadas cosas, como representantes sociales o personificaciones de estas cosas. Como la posesión de tales cosas es una condición para establecer la RP, pareciera que la cosa posee dicha capacidad por sí misma. Por ejemplo, la cosa posee la capacidad de intercambiarse, el valor, o, de ser capital, o de ser renta o interés. Recapitulando, por un lado (i) las cosas adquieren una forma social particular, es decir, las RPs se materializan o cosifican en ellas, y, por el otro, (ii) los participantes establecen RPs como personificaciones de tales cosas, en virtud de la forma social de ellas. A primera vista, ambos procesos (i) y (ii) parecieran ser mutuamente excluyentes, por cuanto la forma social de la cosa es resultado de las RPs entre los participantes, a la par que las mismas RPs solo pueden ser establecidas en presencia de estas cosas con forma social. La contradicción se resuelve viendo ambos fenómenos como partes de un proceso continuo y recurrente de reproducción en el que cada eslabón es resultado de uno previo y causal de uno subsiguiente.

La cosificación de las formas sociales (valor, dinero, capital, ganancia, renta, interés, etc) aparece como el resultado de un largo proceso histórico-social, a través de la constante repetición y sedimentación de las RPs de un mismo tipo. Solo en determinado nivel de desarrollo, después de una reiteración frecuente, y no antes, estas RPs dejan su sedimento en forma de ciertas características sociales fijadas a la cosa, de tal modo que subsisten "adheridas" a ella aún luego de interrumpidas. Cuando la forma dominante de manufactura era artesanal, un productor podía seguir considerándose a sí mismo un "maestro artesano" que había expandido su industria, incluso cuando en la práctica se tratara ya de un capitalista que vivía del trabajo asalariado de sus obreros. Aún no consideraría su ingreso como una ganancia o beneficio emanado del capital, ni sus medios de producción como capital. Asimismo, debido a la economía agraria dominante en la producción precapitalista, el interés no fue visto al principio como una nueva forma de ingreso, sino como una especie modificada de renta. Por otra parte, hay que tener presente que esta transformación de las RPs en propiedades sociales objetivas de las cosas es un hecho distintivo de las economías mercantil-capitalistas, siendo que en ellas las RPs se establecen a través de cosas.

La presencia de una cosa con una forma social fija, en las manos de una persona dada, le induce a participar en determinadas RPs, le informa de su carácter social particular. Así, la cosificación de las RPs aparece complementada por la personificación de las cosas, se convierte en un poderoso medio de presión que moldea las motivaciones del productor de mercancías, lo insta a adaptar su comportamiento al tipo de RPs dominantes en la sociedad, otorgando al sistema económico mayor durabilidad, estabilidad y regularidad. La forma social de las cosas puede condicionar los lazos productivos entre las personas solo porque ella misma es ya una expresión de los lazos productivos sociales (repetimos, la aparente contradicción se resuelve en proceso dialéctico, ininterrumpido del proceso de reproducción material).

miércoles, 17 de febrero de 2010

El tercer mundo (parte I)

Fuente: Historia del siglo XX (Eric Hobsbawm)

La descolonización y las revoluciones transformaron el mapa político del globo. La cifra de estados asiáticos, africanos, e incluso latinoamericanos, se multiplicó. Sin embargo, lo más importante de estos países no era su núemero, sino el enorme y creciente peso y presión demográfica que representaban en conjunto. Este fue el resultado de una asombrosa explosión demográfica en los países dependientes tras la segunda guerra mundial, que alteró el equilibrio de la población mundial. Desde mediados de siglo la humanidad ha crecido a un ritmo sin precedentes, y la mayor parte de ese crecimiento proviene de los países pobres del mundo. Varios países desarrollados a finales de los '80 ya no tenían suficientes hijos siquiera para renovar la población. Esta explosión y reconfiguración demográfica es probablemente el cambio más fundamental del siglo XX. El crecimiento fue tan grande porque los índices básicos de natalidad en los países pobres solían ser mucho más altos que los contemporáneos en los países desarrollados, y porque los elevados índices de mortalidad, que antes frenaban el aumento de la población, cayeron en picado a partir de los años '40, cuando las innovaciones médicas y farmacológicas estuvieron por primera vez en situación de salvar vidas a gran escala (gracias, por ejemplo, al DDT y a los antibióticos). Un efecto secundario de este fenómeno fue el aumento de la diferencia entre países pobres y ricos ya que, aún si las economías creciesen al mismo ritmo, el PIB aumentado debía repartirse entre una población también multiplicada en el primer caso. A fines del siglo XX la gran masa de países pobres no había hecho progresos en el sentido de una "transición demográfica" (estabilización de la población gracias a una natalidad y una mortalidad bajas), por lo que de vez en cuando algunos gobiernos emprendieron campañas de coacción despiadada para imponer el control de natalidad o algún tipo de planificación familiar.

Sin embargo, cuando vieron la luz en el mundo poscolonial y de la posguerra, no eran estas las primeras preocupaciones de los estados del mundo pobre, sino la forma que debían adoptar. No resulta sorprendente que adoptasen, o se vieran obligados a adoptar, sistemas políticos derivados de los de sus amos imperiales. La minoría de los que surgían de la revolución social o largas guerras de liberación, era más probable que siguieran el modelo de la revolución soviética. Estos sistemas eran inadecuados, poco realistas en países que, en la mayoría de los casos, carecían de las condiciones materiales y políticas para hacerlos viables. De hecho, en la práctica, el predominio de regímenes militares, o la tendencia a ellos, unía a los estados del tercer mundo, cualesquiera fuesen sus modalidades políticas. Nos hemos acostumbrado tanto a la existencia de golpes y regímenes militares en el mundo que vale la pena recordar que, en la escala presente, son un fenómeno muy nuevo. Hasta 1914 no había habido ni un solo estado soberano gobernado por los militares, salvo en América Latina. La política del golpe de estado fue, pues, el fruto de una nueva época de gobiernos vacilantes o ilegítimos. El planeta estaba lleno de estados, unos doscientos, de creación reciente, débiles, sin una tradición de legitimidad, y donde la inexperiencia o incompetencia de los gobiernos era fácil que produjese estados recurrentes de caos y corrupción. La política de los militares no era una forma especial de política, sino que estaba en función de la inestabilidad e inseguridad del entorno, solía llenar el vacío que dejaba la ausencia de política propiamente entendida. Además, como la guerra fría se desarrollaba sobre todo mediante la intervención de las fuerzas armadas de los satélites, éstos recibían cuantiosos subsidios y suministros de armas por parte de las superpotencias, en algunos casos, como Somalia, primero de una y luego de otra.

La práctica totalidad de ex-colonias y territorios dependientes del mundo estaban comprometidos en políticas de desarrollo que requerían justamente la clase de estado estable y eficaz cuya ausencia adolecían. Después de la Gran Depresión, la guerra, la revolución mundial y la descolonización parecía que ya no había futuro para los viejos programas de desarrollo basados en el suministro de materias primas al mercado internacional dominado por los países imperialistas, como el programa de los estancieros argentinos y uruguayos. Además, tanto el nacionalismo como al antiimperialismo pedían políticas de menor dependencia, y el ejemplo de la URSS constituía entonces un impresionante modelo alternativo de desarollo. Por eso los estados más ambiciosos decidieron acabar con su atraso agrícola mediante una industrialización sistemática, bien según el modelo soviético de planificación central, bien por sustitución de importaciones, basados ambos en la intervención y predominio del estado. Casi todos querían controlar y desarrollar por su cuenta sus propios recursos, como el petróleo. Los que tuvieron menos éxito fueron los nuevos países que subestimaron las limitaciones de su atraso: falta de técnicos, administradores y cuadros económicos cualificados y con experiencia. Pero el funesto balance de los nuevos estados del África subsahariana no debe inducirnos a subestimar los importantes logros de antiguas colonias mejor situadas, las que a partir de los '70 comenzaron a conocerce como NIC (Newly Industrializing Countries). Estas se basaron, con la excepción de Hong Kong, en economías bajo la tutela y planificación del estado que, como en el caso de Brasil y México, generaron burocracia, una corrupción espectacular y despilfarro en abundancia, pero también un alto índice de crecimiento anual durante dos décadas. La planificación estatal en el Extremo Oriente, donde se inscriben los llamados "tigres del Pacífico", estaba por lo general basada en grupos empresariales protegidos, dominados por el control gubernamental del crédito y la inversión.

Pero el desarrollo, dirigido o no por el estado, no resultaba de interés inmediato para la gran mayoría de los habitantes del tercer mundo, que vivía del cultivo de sus propios alimentos. Sólo en el hemisferio occidental y en las tierras áridas del mundo islámico occidental el campo se estaba volcando sobre las grandes ciudades. En regiones fértiles y sin excesiva densidad de población, como buena parte del África negra, la mayoría de la gente se las habría arreglado bien si la hubieran dejado en paz. Sin embargo, la revolución económica global tendió a dividir a la población de esas zonas entre los que actuaban dentro del mundo de la escritura y los despachos, y los demás, la distinción básica entre la costa y el interior, entre la ciudad y la selva. Al ir juntos modernidad y gobierno, el interior quedaba gobernado por la costa; la selva, por la ciudad; los analfabetos, por los cultos. Por eso hasta las gentes más lejanas y atrasadas se dieron cuenta de las ventajas de tener estudios superiores. Tener estudios era tener un empleo como funcionario, con suerte hacer carrera, lo que permitía a uno obtener sobornos y comisiones y dar trabajo a parientes y amigos. Un pueblo de, por ejemplo, África central que invirtiese en los estudios de uno de sus jóvenes esperaba recibir a cambio ingresos y protección para toda la comunidad. Donde parecía que la gente pobre podía beneficiarse de las ventajas de la educación, el deseo de aprender era prácticamente universal. Estas ansias de conocimiento explican en buena medida la enorme migración del campo a la ciudad que despobló el agro de América del Sur a partir de los '50: en la ciudad residían las oportunidades de educación y formación que permitirían a los hijos "llegar a ser algo". Pero no fue hasta los años '60, o más tarde, cuando la población rural del resto del mundo empezó a ver sistemáticamente la modernidad como algo más prometedor que amenzante.

Sin embargo, había un aspecto de la política de desarrollo económico que habría sido de esperar que resultar atractivo a la población rural: la reforma agraria. Esta consigna podía significar cualquier cosa, desde el reparte de los latifundios entre el campesinado, hasta la abolición de las servidumbres de tipo feudal, desde la rebaja de arriendos hasta la colectivización revolucionaria de la tierra. Es probable que jamás se hayan producido tantas reformas agrarias como en la década que siguió a la guerra, llevadas a cabo por gobiernos de todo el espectro político. América Latina constituye una excepción en este sentido, descontando la revolución boliviana del '52, el estallido revolucionario mexicano de los '30 y la revolución cubana de Fidel Castro. Sin duda la reforma agraria fue bien acogida por el campesinado, por lo menos hasta que se pasó a la colectivización de las tierras o a la constitución de cooperativas, como fue norma general en los países comunistas. Lo que los modernizadores vieron en esta reforma no era necesariamente lo que representaba para los campesinos, a quienes no interesaban los problemas macroeconómicos ni los principios generales, sino exigencias concretas, a veces reivindicaciones históricas que iban a contrapelo de consignas igualitarias. Para los modernizadores, los argumentos en pro de la reforma eran políticos (ganar el apoyo campesino para regímenes revolucionarios o, al contrario, para contener la revolución), ideológicos, y a veces económicos. Desde el punto de vista de la productividad, los argumentos favorables al mantenimiento de un campesinado numeroso eran y son antieconómicos, ya que en el mundo moderno el aumento de la producción agrícola ha ido en paralelo al declive en la cifra y proporción de agricultores. Sin embargo, la reforma agraria demostró que el cultivo de la tierra por propietarios medios de mentalidad moderna podía ser tan eficiente y más flexible que la agricultura latifundista tradicional, las plantaciones imperialistas y cualquier intento desencaminado de industrializar la agricultura como las gigantescas granjas estatales de tipo soviético. Con todo, el argumento económico más poderoso en favor de la reforma agraria se basa en la igualdad. Mientras que la disparidad de ingresos alcanzaba sus cotas máximas en América Latina, seguida por África, era muy baja en varios países asiáticos, donde las fuerzas de ocupación norteamericanas habían impuesto reformas agrarias radicales: Japón, Corea del Sur, Taiwán. Se ha especulado tanto sobre la medida en que el triunfo de la industrialización en estos países se vio ayudado por las ventajas socioeconómicas de esta situación, cuanto sobre hasta qué punto el progreso de la economía brasileña ha sido más inconstante por la gran desigualdad en la distribución de la renta, que limita irremediablemente el mercado interior. La gran desigualdad de América Latina no puede dejar de guardar relación con la ausencia de reforma agraria en tantos de sus países.

Los años dorados (parte I)

Fuente: Historia del siglo XX (Eric Hobsbawm)

Durante los años '50 mucha gente en los prósperos países desarrollados se dio cuenta de que los tiempos habían mejorado de forma notable, pero no fue hasta que se hubo acabado el boom, durante los turbulentos '70, cuando los observadores empezaron a darse cuenta de que el mundo capitalista desarrollado había atravesado una etapa excepcional, acaso única, una "edad de oro". Existen varias razones por las que se tardó en reconocer este carácter excepcional:
* Para los Estados Unidos, que dominaron la economía mundial tras la guerra, no fue tan revolucionaria, sino que supuso la prolongación de su expansión de los años de la guerra, e incluso su crecimiento no fue superior al de las etapas más dinámicas de su desarrollo. En el resto de los países industrializados, la edad de oro batió todas las marcas anteriores. La diferencia en productividad entre los Estados Unidos disminuyó.
* Tras la guerra, la recuperación fue la prioridad absoluta de los países europeos y en Japón, que en un principio midieron su éxito respecto de objetivos fijados con el pasado -y no el futuro- como referente.
* La recuperación representaba también la superación del miedo a la revolución social y al avance comunista. El principio de la guerra fría y la persistencia de partidos comunistas fuertes no invitaban a la euforia.
* Los beneficios materiales del desarrollo tardaron lo suyo en hacerse sentir, no fue hasta mediados de los '50 cuando se hicieron finalmente palpables.
* Las ventajas de la "sociedad opulenta" no se generalizaron hasta los '60, como tampoco lo hizo el pleno empleo. Por tanto no fue hasta los '60 que Europa acabó dando por sentada su prosperidad.
* Al principio el estallido económico parecía no ser más que una versión gigantesca de lo que había sucedido antes, una especie de universalización de la situación de Estados Unidos antes del '45, con la adopción de este país como modelo.

La edad de oro correspondió básicamente a los países capitalistas desarrollados, que representaban alrededor de las tres cuartas partes de la producción mundial. Este limitado alcance tardó en reconocerse porque al principio el crecimiento económico parecía ser de ámbito mundial, incluso independiente de los regímenes económicos. De hecho, pareció como si en un primer momento la parte socialista llevara la delantera: el índice de crecimiento de la URSS en los '50 era más alto que el de cualquier país occidental, y las economías de Europa oriental crecieron casi con la misma rapidez (a excepción de la Alemania comunista, que quedó muy rezagada respecto de su par occidental). Pero en los '60 se hizo evidente que era el capitalismo, más que el socialismo, el que se estaba abriendo camino. No obstante, la edad de oro fue un fenómeno de ámbito mundial en cierta medida, aunque la generalización de la opulencia quedara lejos del alcance de gran parte del globo. La población del tercer mundo creció a un ritmo espectacular y la esperanza de vida se prolongó, siendo que la producción de alimentos aumentó más deprisa que la población, e incluso aumentó más deprisa en los países pobres que en los desarrollados.

A diferencia de como acostumbraba suceder hasta entonces, la produccion agrícola se disparó gracias al aumento de productividad antes que al cultivo de nuevas tierras. El mundo industrial también se expandió por doquier, por los países capitalistas y socialistas y por el tercer mundo. El número de países dependientes en primer lugar de la agricultura para financiar sus importaciones disminuyó notablemente. La producción mundial de manufacturas se cuadruplicó y el comercio mundial de productos elaborados se multiplicó por diez.

Un efecto secundario de esta explosión que apenas si recibió atención, aunque ya presentaba un aspecto amenazante, fue la contaminación y el deterioro ecológico y urbano. La ideología del progreso daba aún por sentado que el creciente dominio de la naturaleza por parte del hombre era la justa medida del avance de la humanidad. Ciudades grandes y pequeñas, ciudades históricas, fueron arrasadas por los constructores de carreteras y promotores inmobiliarios en todo el mundo. Las autoridades utilizaron algo parecido a los métodos industriales de producción para construir viviendas públicas rápido y barato, llenando los suburbios con enormes bloques de apartamentos anónimos. La industrialización socialista se hizo de espaldas a las consecuencias ecológicas de un sistema industrial más bien arcaico basado en el hierro y el carbón. Pero, en cierto sentido, lejos de preocuparse por el medio ambiente, parecía haber razones para congratularse: la prohibición del uso de carbón como combustible en Londres (1953) eliminó la espesa niebla que cubría la ciudad, volvió a haber salmones remontando el Támesis y, en lugar de las inmensas factorías envueltas en humo de antaño, otras unidades fabriles más limpias, pequeñas y silenciosas se esparcieron por el campo. Sin embargo, el impacto de las actividades humanas sobre la naturaleza sufrió un pronunciado incremento debido al enorme aumento del uso de combusibles fósiles (carbón, petróleo, gas natural), de los que se descubrían nuevos yacimientos antes de que pudieran utilizarse. Además, antes de la crisis del '73, el precio medio del barril de crudo saudí era inferior a los dos dólares, es decir que la energía resultaba ridículamente barata. Las emisiones de dióxido de carbono que calentaban la atmósfera casi se triplicaron y la producción que clorofluorocarbonados que afectan la capa de ozono experimentó un incremento casi vertical. Los países occidentales ricos producían la parte del león de esta contaminación, aunque la industrialización sucia de la URSS produjera casi tanto dióxido de carbono como los Estados Unidos, que a su vez seguían siendo los primeros (per cápita) con mucho.

Buena parte de la expansión mundial fue un proceso de acortar distancias con los Estados Unidos, que se adoptaron como modelo a seguir de la sociedad capitalista industrial. La era del automóvil llegó a Europa luego de la guerra y, más tarde y a escala más modesta, al mundo socialista y la clase media latinoamericana. La baratura del combustible hizo también del camión y del autobús los principales medios de transporte. Mientras que el modelo de producción en masa fordista se difundía por las industrias automovilísticas del mundo, los Estados Unidos aplicaron sus principios a nuevas formas de producción, desde casas a comida-chatarra (McDonald's es un éxito de posguerra). Por otro lado, bienes y servicios hasta entonces restringidos a minorías se pensaban ahora para un mercado de masas, como sucedió con el turismo a escala masiva. Asimismo, los que en otro tiempo habían sido artículos de lujo luego se convirtieron en indicadores de bienestar habituales en los países ricos: neveras, lavadoras, teléfonos.

Sin embargo, lo más notable de la época fue hasta qué punto uno de los motores de la expansión económica fue la revolución tecnológica, que no sólo contribuyó a la masificación y perfeccionamiento de los productos anteriores, sino a la producción de otros nuevos y desconocidos. Los plásticos, materiales sintéticos como el nylon, el poliéster y el polietileno, habían sido desarrollados en el período de entreguerras. La guerra misma, con su demanda de alta tecnología, preparó una serie de procesos revolucionarios luego adaptados al uso civil, como el motor de reacción y técnicas que allanaron el terreno para la electrónica e informática de la posguerra: por ejemplo, el transistor, que fue inventado en el '47, y los circuitos integrados, desarrollados durante los '50. La televisión y el magnetófono acababan de salir de su fase experimental. Por tanto, más que en cualquier época anterior, la edad de oro descansaba sobre la investigación científica más avanzada y a menudo abstrusa, que encontraba aplicación práctica. Tres aspectos de este terremoto tecnológico sorprenden al observador:

* Transformó completamente la vida cotidiana en los países ricos e incluso, en menor medida, en los pobres. La televisión, los discos de vinilo, las cintas magnetofónicas, los radiotransistores portátiles, el tratamiento químico de los alimentos, los productos frescos importados del otro lado del mundo por vía aérea, la alta proporción de nuevos materiales sintéticos, los productos de limpieza, higiene personal y belleza, etc. La revolución tecnológica penetró en la conciencia del consumidor hasta tal punto que la novedad se convirtió en el principal atractivo a la hora de venderlo todo. Además, el sistemático proceso de miniaturización de los productos, su portabilidad, aumentó inmensamente su gama y su mercado potenciales.

* A mayor complejidad tecnológica, más complicado se hizo el camino desde el descubrimiento o la invención hasta la producción, y más complejo y caro el proceso de creación. La "Investigación y Desarrollo" (I+D) se hizo crucial, consolidando las economías desarrolladas sobre las demás. Además, el proceso innovador se hizo tan continuo, que el coste del desarrollo de nuevos productos se convirtió en una proporción cada vez mayor de los costes de producción.

* Las nuevas tecnologías empleaban de forma intensiva el capital y eliminaban mano de obra, con la excepción de científicos y técnicos altamente calificados. Se necesitaban grandes inversiones constantes pero, en contrapartida, no se necesitaba tanto a la gente, salvo como consumidores. Sin embargo, el ímpetu de la expansión económica fue tal que, durante una generación, eso no resultó evidente, parecía tan irreal y remoto como la futura muerte del universo por entropía. Al contrario, la economía creció tan deprisa que la clase trabajadora mantuvo o incluso aumentó su porcentaje dentro de la población activa, absorbiéndose remesas de mano de obra procedentes del campo, o a las mujeres casadas, que entraron en número creciente al mercado laboral.

Todos los problemas que habían afligido al capitalismo parecieron disolverse y desaparecer. El ciclo terrible de expansión y recesión se convirtió en una sucesión de leves oscilaciones gracias a lo que los economistas keynesianos que asesoraban entonces a los gobiernos consideraban su inteligente gestión macroeconómica. Los niveles de desempleo bajaban (en los '60 Europa tenía un paro medio del 1,5%), los ingresos de los trabajadores aumentaban cada año, la gama de bienes y servicios que ofrecía el sistema productivo hacía asequibles más y más artículos que antaño hubieran sido de lujo, el estado de bienestar otorgaba una protección antes inimaginable ante enfermedad, desempleo o vejez. ¿Qué más podía pedir la humanidad sino hacer extensivas esas ventajas a los infelices habitantes de las partes del mundo no desarrolladas ni modernizadas que aún constituían la mayoría de los hombres?

lunes, 8 de febrero de 2010

La revolución mundial (parte II)

Fuente: Historia del siglo XX (Eric Hobsbawm)

La revolución mundial que justificaba la decisión de Lenin de implantar en Rusia el socialismo no se produjo, lo que condenó a la Rusia soviética a sufrir durante una generación un aislamiento que acentuó su pobreza y atraso. Sin embargo, la oleada revolucionaria que barrió el planeta a lo largo de los dos años siguientes a la revolución de octubre otorgó un viso de realidad a las esperanzas de los bolcheviques. Hasta los trabajadores de las plantaciones de tabaco de Cuba, que apenas si sabían dónde estaba Rusia, formaron "soviets". En España se llamó "bienio bolchevique" al período '17-'19, aunque la izquierda española era profundamente anarquista. Sendos movimientos estudiantiles estallaron en Pekín y Córdoba (Argentina), y desde este último lugar se difundieron por América Latina. La revolución mexicana, que inició su fase más radical en el '17, reconocía su afinidad con la Rusia revolucionaria, y con las doctrinas de Marx y Lenin.

En el '18 Europa central fue barrida por una oleada de huelgas políticas y manifestaciones antibelicistas que se propagaron desde Viena hasta Alemania, culminando en la revuelta de la marinería austrohúngara en el Adriático. Cuando se vio claramente que las potencias centrales serían derrotadas, sus ejércitos se desintegraron. En octubre del '18 se desmembró la monarquía de los Habsburgo, después de las derrotas sufridas frente a Italia, estableciéndose varios estados nacionales nuevos en su lugar. En noviembre, los marineros y soldados amotinados difundieron por todo el país la revolución alemana desde la base naval de Kiel, proclamándose la república.

Pero esta revolución era principalmente una revuelta contra la guerra, y la firma de la paz diluyó en gran parte su carga explosiva. Su contenido social era vago, excepto en los casos de los campesinos de los desvencijados imperios de los Habsburgo y los Romanov, del imperio turco -el proverbial "enfermo de Europa"-, y de los pequeños estados de semicivilizados montañeses del SE del continente. Allí se basaba en cuatro elementos principales: la tierra, el rechazo de las ciudades, de los extranjeros (especialmente los judíos) y de los gobiernos. Esto convirtió a los campesinos en revolucionarios, aunque no en bolcheviques, en amplias zonas de Europa central y oriental, pero no en Alemania ni en Austria. El descontento también se calmó introduciendo algunas medidas de reforma agraria. Por otra parte, el mismo campesinado representaba la garantía de que los socialistas no ganarían las elecciones generales democráticas, lo que consituía una dificultad decisiva para los socialistas democráticos. Finalmente, la creación de una serie de pequeños estados nacionales a modo de cordón sanitario contra el virus rojo, según los catorce puntos enunciados por el presidente Wilson, que jugó la carta del nacionalismo contra el llamado internacionalista de Lenin, frenó también el avance bolchevique. En el caso de la Alemania imperial, se trataba de un estado con una considerable estabilidad social y política, donde existía un movimiento obrero fuerte pero sustancialmente moderado, y donde sólo la guerra hizo posible el estallido de la revolución armada, ante la parálisis momentánea de la estructura de poder del viejo régimen bajo el doble impacto de la derrota total y de la revolución. Al cabo de unos días el viejo régimen se encontraba nuevamente en el poder, en forma de república, y no volvería a ser amenazado seriamente por los socialistas, mucho menos por el recién creado Partido Comunista, cuyos líderes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, fueron asesinados por pistoleros a sueldo del ejército.

Con todo, el impacto de la revolución rusa en las insurrecciones europeas era tan evidente que alentaba en Moscú la esperanza de extender la revolución al proletariado mundial. La revolución alemana del '18 confirmó las esperanzas de los bolcheviques rusos, tanto más cuanto que a continuación se proclamaron sendas efímeras repúblicas socialistas en Baviera y Munich, sofocadas con la brutalidad esperada, y que el desencanto con la conducta de los socialdemócratas radicalizó a los trabajadores alemanes, muchos de los cuales pasaron a apoyar a los socialistas independientes y, a partir del '20, al Partido Comunista, que se convirtió en el principal partido comunista fuera de Rusia. Los líderes bolcheviques de Moscú no abandonaron hasta bien entrado el '23 la esperanza de ver una revolución en Alemania. La avanzada del ejército rojo hacia Varsovia en el '20, como secuela de una breve guerra ruso-polaca provocada por las ambiciones territoriales de Polonia, que recuperaba su condición de estado después de siglo y medio, también parecía hacer viable que se propagara la revolución hacia Occidente por medio de la fuerza armada, aunque los obreros polacos no se rebelaron y el ejército rojo fue rechazado a las puertas de Varsovia.

Sin embargo, ya en 1920, aunque la situación europea no estaba ni mucho menos estabilizada, resultaba evidente que la revolución bolchevique no era inminente en Occidente. Por otra parte, casi todos los partidos socialistas y obreros eran favorables a la integración de la nueva Tercera Internacional creada por los bolcheviques en sustitución de la Segunda Internacional, desacreditada y desorganizada por la guerra a la que no había sabido oponerse. Fue entonces cuando los bolcheviques cometieron un error fundamental al dividir permanentemente el movimiento obrero internacional. Lo hicieron al estructurar su nuevo movimiento comunista internacional según el modelo del partido de vanguardia de Lenin, constituído por una elite de revolucionarios profesionales con plena dedicación. Lo que buscaban los bolcheviques no era un movimiento internacional de socialistas simpatizantes con la revolución de octubre, sino un cuerpo de activistas totalmente comprometido y disciplinado. A los partidos que se negaron a adoptar la estructura leninista se les impidió incorporarse a la nueva Internacional, para no debilitarla con quintas columnas de oportunismo y reformismo. Pero para que esta argumentación tuviera sentido la revolución mundial debía encontrarse aún en marcha y haber nuevas batallas en la perspectiva inmediata, condiciones que no se daban. El tercer congreso de la Internacional Comunista reconoció en 1921 que la revolución no era factible, al hacer un llamamiento en pro de un "frente unido" con los mismos socialistas a los que el segundo congreso había expulsado, pero ya era demasiado tarde: el movimiento se había dividido permanentemente, los socialistas de izquierda integrados al movimiento socialdemócrata -constituído en su inmensa mayoría por anticomunistas moderados- y los nuevos partidos comunistas devenidos en una apasionada minoría de la izquierda europea.

Entre 1920 y 1927, las perspectivas revolucionarias se desplazaron hacia el este, las esperanzas de la revolución mundial parecieron sustentarse en la revolución china, que progresaba bajo el Kuomintang, partido de liberación nacional que aceptó el modelo y la ayuda militar soviéticos. La alianza avanzaría hacia el norte en el curso de una gran ofensiva que situaría a la mayor parte de China bajo el control de un único gobierno por primera vez desde la caída del imperio. Pero el principal general del Kuomintang se volvería contra los comunistas y los aplastaría, demostranto que tampoco Oriente estaba preparado para un nuevo octubre.

La revolución mundial (parte I)

Fuente: Historia del siglo XX (Eric Hobsbawm)

El el siglo XX la revolución se presenta como hija de la guerra, lo mismo la revolución rusa del '17 que la revolución como constante mundial en la historia del siglo. Esta relación causal no es necesaria y por mucho tiempo se creyó lo contrario. Así Napoleón I se lamentaba de que, mientras el emperador de Austria y el rey de Prusia sobrevivían al desastre militar, él, hijo de la revolución, estaba a las puertas de su primera derrota. Sin embargo, el peso de la guerra total sobre los estados es abrumador en el siglo XX y su fin desencadena agitación, excepto en los Estados Unidos, que se ven fortalecidos por el conflicto.

Las repercusiones de la revolución de octubre -"los diez días que estremecieron al mundo"- fueron más profundas y generales que las de la revolución francesa, sus consecuencias prácticas más perdurables y extensas. Dio origen al movimiento revolucionario de mayor alcance en la historia moderna: unas décadas despues de la revolución un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes derivados de ella. Además, estableció pautas para las revoluciones posteriores.

La revolución de octubre se vio a sí misma como un acontecimiento de índole ecuménica más que nacional. A los ojos de Lenin se trataba de una batalla en una campaña universal. Durante una gran parte del siglo XX el comunismo soviético pretendió ser un sistema alternativo y superior al capitalismo, destinado históricamente a superarlo. A medida que avanzaba el siglo, esa imágen del enfrentamiento mundial entre dos sistemas sociales antagónicos, cada uno al amparo de una superpotencia, fue haciéndose cada vez mas irreal.

Desde 1870 la Rusia zarista estaba madura para la revolución, como quedó incuestionablemente demostrado por los eventos de 1905. El incompetente régimen zarista se encontraba al borde de la derrota militar y acosado por el creciente descontento social. Pero esta revolución no podía ser socialista, pues se trataba de un país abrumadoramente agrario con un proletariado industrial minúsculo. Y tampoco podía ser estrictamente burguesa, pues la clase media liberal era débil, sin apoyo público ni representación política (su partido, los cadetes, solo poseía el 2.5 % de los diputados). En consecuencia, solo cabían dos posibilidades: o se implantaba un régimen burgués-liberal con el levantamiento campesino-obrero bajo la dirección de los partidos revolucionarios, o se iba más allá de la fase liberal-burguesa hacia una "revolución permanente" radicalizada con la condición de que la revolución se difundiera hacia otros lugares.

Esta difusión parecía entonces factible porque en los países derrotados (Bulgaria e imperios alemán, austrohúngaro y otomano) la guerra concluyó en medio de una crisis política generalizada que derrocó a los gobernantes, entretanto los países vencedores se vieron sacudidos por disturbios sociales de dimensión casi revolucionaria. Asimismo, ante la matanza interminable e inútil, la exaltación inicial del patriotismo había ido dando lugar a un sentimiento antibelicista, que fue encarnado políticamente por los socialistas y la militancia radicalizada del movimiento obrero de las industrias de armamentos y bases navales. Así se mezclaron progresivamente los deseos de paz y de revolución social, como expresan las cartas de las tropas supervisadas por los censores austrohúngaros.

El régimen zarista sucumbió cuando una manifestación de mujeres trabajadoras que celebraba el día internacional de la mujer (1) se sumó a la huelga de la metalúrgica Putilov para desencadenar una huelga general y la invasión del centro de la capital, cruzando el río helado (2) con el objetivo fundamental de pedir pan. Las tropas del zar se negaron a atacar a la multitud y, finalmente, se amotinaron. El zar abdicó para ser sustituído por un gobierno provisional que gozó de la simpatía de los aliados, temerosos de que el desesperado régimen zarista firmara una paz por separado con Alemania.

Junto al gobierno provisional existía una multitud de consejos populares (soviets) con poder de veto en la vida local, pero aún sin una dirección política definida. Las exigencias básicas de los sectores populares eran: pan para los sectores pobres urbanos, aumento de salario y reducción de la jornada laboral para los obreros, tierra para los campesinos (que constituían el 80% de la población). Amén de que todos coincidían en el deseo de que concluyera la guerra, o al menos los malos tratos y dureza del ejército. Los partidos revolucionarios intentaron integrarse a estas asambleas para coordinarlas, aunque en un principio sólo Lenin las consideraba como una alternativa al gobierno. El lema "pan, paz y tierra" suscitó cada vez más apoyo para quienes lo propugnaban, especialmente los bolcheviques de Lenin, cuyo número creció de unos pocos miles a centenares de miles en cuestión de meses, con el único activo real de su conocimiento de las aspiraciones de las masas. Por el contrario, el gobierno provisional pronto intentó restablecer la disciplina laboral, radicalizando la postura obrera; e insitió en iniciar una nueva ofensiva militar, a lo cual el ejército se negó, regresando los soldados-campesinos a sus aldeas y difundiendo la revolución a lo largo de las vías del ferrocarril que los llevaba de regreso. El campesinado apoyaba claramente a los narodniks, cuya ala izquierda más radical se aproximó a los bolcheviques, que a su vez se afianzaban en las principales ciudades (Moscú, Petrogrado) y se implantaban en el ejército. No necesitaron tomar el poder sino simplemente ocuparlo, se ha dicho que el número de heridos fue mayor durante el rodaje de la película Octubre de Eisenstein que en el momento de la ocupación real del Palacio de Invierno.

Lenin se hacía dos preguntas. En primer lugar, ¿cuándo debía tomar el poder? La contrarrevolución militar ya comenzaba, el gobierno desesperado podía decidir entregar Petrogrado al próximo ejército alemán en lugar de a los soviets, podía desencadenarse una anarquía "más fuerte de lo que somos nosotros". Finalmente, las masas exigían la toma del poder y el bolchevique era el único partido revolucionario preparado para hacerlo. Si no lo hacía durante el breve espacio de tiempo en que estaría a su alcance, el poder podría escapársele definitivamente de las manos.

En segundo lugar, ¿cómo conservar el poder? El programa de Lenin suponía apostar por la mutación de la revolución rusa en una revolución mundial, o al menos europea. Entretanto la única realidad, la tarea principal de los bolcheviques, consistía en mantenerse como fuera posible, en escoger día a día entre las opciones que le pudieran asegurar la supervivencia. Y el régimen se mantuvo. Sobrevivió a la dura paz impuesta por Alemania que supuso la perdida de Polonia, Ucrania, Transcaucasia y extensos territorios del suroeste ruso (Ucrania y Transcaucasia serían recuperadas). Sobrevivió al hambre y al hundimiento económico. A los ejércitos contrarrevolucionarios "blancos", financiados por los aliados, que enviaron a suelo ruso tropas británicas, francesas, norteamericanas, japonesas, polacas, servias, griegas y rumanas. Pero la incompetencia y la división reinaron entre las fuerzas blancas, incapaces de ganar el apoyo del campesinado ruso y de organizar efectivamente a esos soldados levantiscos contra los bolcheviques. Hacia 1920 se había consumado la victoria del ejército rojo en la guerra civil.

La revolución sobrevivió por tres razones principales. Primero, porque contaba con un partido extraordinariamente centralizado y disciplinado, un modelo organizativo defendido por Lenin desde 1902, que adoptarían casi todos los regímenes revolucionarios del siglo XX. Segundo, porque venía a ser el único gobierno que podía y quería mantener a Rusia unida como Estado, lo que le valía el apoyo de los patriotas de la oficialidad (hostiles en otros aspectos) que permitieron organizar el ejército rojo. Tercero, porque la revolución permitió al campesinado tomar la tierra, tras lo que estimó que sus chances de conservarla serían mayores con los bolcheviques que con la nobleza (fueron demasiado optimistas).

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(1) 23 de febrero según el calendario juliano vigente entonces en Rusia, 8 de marzo según nuestro calendario gregoriano. La revolución de febrero ocurrió realmente en marzo, y la revolución de octubre, el 7 de noviembre. Fue la revolución de octubre la que reformó el calendario ruso.

(2) El centro de Petrogrado que comprende las sedes de las instituciones del gobierno y del estado así como zonas residenciales y comerciales de mayor nivel económico, está separado de los distritos obreros, industriales y de menor importancia económica, por el río Neva y una serie de canales que sirven como barrera natural. La única forma de acceder es a través de los puentes ubicados en distintos puntos. Son puentes levadizos que las fuerzas de seguridad levantan para contener a las turbas o revueltas.