miércoles, 10 de noviembre de 2010

Determinación del nivel de ocupación en la Teoría General

(Resumen de capítulos 1, 2 y 3 de la Teoria General de Keynes)

La mayor parte de los tratados sobre la teoría del valor y de la producción se refieren a la distribución de un volumen dado de recursos en diferentes usos, pero rara vez se ha examinado detenidamente la explicación de lo que determina la ocupación real de los recursos disponibles. La teoría clásica de la ocupación descansa en dos postulados fundamentales: (i) el salario real es igual al producto marginal del trabajo y (ii) el salario real es igual a la desutilidad marginal del trabajo. La igualdad (i) determina la demanda de trabajo, mientras que (ii) determina la oferta de trabajo. El nivel de ocupación se obtiene de la intersección entre sendas curvas de oferta y demanda. Cualquier interpretación realista del postulado (ii) es compatible con el desempleo friccional, que resulta de un desequilibrio temporal debido a cálculos erróneos, cambios imprevistos, transferencia de hombres de una ocupación a otra, etc. El postulado también es compatible con el desempleo voluntario, resultante de la negativa de una unidad de trabajo a aceptar una remuneración igual a su producto marginal (aquí se incluye no solo la negativa individual, por consideraciones utilitarias personales, sino también la fundada en prácticas colectivas). Este estado de cosas, compatible tanto con la desocupación friccional como con la desocupación voluntaria, lo denominaremos ocupación plena. Pero los postulados clásicos no admiten la posibilidad de un tercer tipo de desocupación, la involuntaria. Se dirá que los hombres se encuentran involuntariamente sin empleo cuando, en caso de que se produzca una pequeña alza en el precio de los artículos para asalariados (y, por ende, una ligera disminución del salario real en general), tanto la oferta de mano de obra dispuesta a trabajar por el salario nominal corriente como la demanda total a este salario son mayores que el volumen de ocupación existente. El segundo postulado corresponde a la ausencia de desocupación involuntaria y será rechazado por Keynes quien, sin embargo, no opone reparos al primer postulado. Volviendo al comienzo del párrafo, podemos decir que la escuela clásica es una teoría de la distribución en condiciones específicas (e infrecuentes) de ocupación plena. Sería entonces una falacia aplicarla a los problemas de la desocupación involuntaria.

Según los postulados clásicos, pues, habría cuatro posibilidades para aumentar la ocupación: (i) mejoramiento de la organización y previsión que disminuya la desocupación friccional, (ii) reducción de la desutilidad marginal del trabajo (v.g. fomentando una “cultura del trabajo”), (iii) aumento de la productividad en las industrias de artículos para asalariados, (iv) aumento relativo del precio de artículos para no asalariados. Pero debe reconocerse que, en general, si se deseara, se contaría con más mano de obra al nivel existente de salario nominal (i.e., en general, existe desocupación involuntaria). La escuela clásica atribuye este fenómeno a una situación de desequilibrio debida al acuerdo entre trabajadores a no trabajar por menos, impidiendo el libre juego de oferta y demanda en el mercado laboral. La solución sería entonces liberar el mercado, disolver los sindicatos y las regulaciones institucionales. Pero existen dos objeciones a esta respuesta, (a) una -no teóricamente fundamental- referida a la actitud de los trabajadores hacia los salarios reales y nominales, y (b) otra -teóricamente fundamental- referida a la viabilidad de la determinación de salarios reales mediante convenios sobre salarios nominales.

(a) Puede suceder que, dentro de ciertos límites, lo que los obreros reclaman sea, en rigor de verdad, un mínimo de salario nominal y no de salario real. Si esto no fuese así, cada movimiento de precios desplazaría la oferta de mano de obra, dejando muy indeterminado el nivel de ocupación. Además, la experiencia diaria enseña que, lejos de ser mera posibilidad teórica, la situación en que los trabajadores estipulan su salario nominal es el caso normal, ya que no acostumbran a abandonar su trabajo cuando suben los precios de mercancías para asalariados. A la inversa, son amplias las variaciones que sufre el volumen de ocupación sin que tenga lugar ningún cambio aparente en las exigencias reales de los obreros.

(b) La teoría clásica sostiene que los convenios sobre salarios nominales entre empresarios y trabajadores determinan el salario real, de manera que -suponiendo la libre competencia- puede hacerse coincidir el salario real con la desutilidad marginal del trabajo resultante. Pero si los salarios nominales cambian debería esperarse que los precios cambiaran casi en la misma proporción, dejando los niveles de salario real y ocupación prácticamente lo mismo que antes. El argumento clásico, que es válido para una empresa en particular, deja de serlo en el agregado, cuando se pretende reducir el salario real de los asalariados en general.

La lucha en torno a los salarios nominales afecta primordialmente a la distribución del total de salarios reales entre los grupos de trabajadores y no a su valor promedio, que depende de fuerzas diferentes. Cualquier individuo o grupo que consienta una reducción de su salario nominal en relación con otros sufrirá una disminución relativa de su salario real, que bastará para justificar su resistencia a ella. Pero sería impracticable oponerse a toda reducción de salario real por cambio del poder adquisitivo del dinero, que afecte a todos los trabajadores por igual.

Desde Say y Ricardo los economistas clásicos han enseñado que la oferta crea su propia demanda, que el total de costos de producción debe gastarse por completo, directa o indirectamente. Es decir, que el precio de la oferta y de la demanda de la producción total coinciden. Se ha supuesto que cualquier acto de abstención de consumir conduce a un aumento de la inversión, de la producción de riqueza en forma de capital. Actualmente la doctrina no se expone en forma tan cruda pero, sin embargo, es el soporte de la teoría clásica en su conjunto. La versión moderna consiste en la convicción de que el dinero no trae consigo diferencias reales, de que el ingreso se volcará íntegramente a la demanda, de la noción de que si la gente no gasta su dinero de una forma, lo gastará necesariamente de otra. Se supone que las decisiones de abstenerse del consumo presente están ligadas con las decisiones de inversión que proveen al consumo futuro, siendo en realidad que ambas decisiones obedecen a motivos diversos que no se relacionan en forma simple. Este supuesto debe considerarse como “el axioma de las paralelas” de la teoría clásica. Esto admitido, todo lo demás se deduce fácilmente: la teoría cuantitativa del dinero, la teoría clásica de la desocupación, las actitudes tradicionales hacia la tasa de interés, hacia las ventajas de la frugalidad, hacia las ventajas del laissez faire.

Los siguientes supuestos, de los que hemos hecho depender a la teoría clásica, quieren decir lo mismo, en el sentido de que caen o se sostienen juntos: (i) el salario real es igual a la desutilidad marginal del trabajo, (ii) no existe la desocupación involuntaria, (iii) la oferta crea su propia demanda.

Un volumen dado de mano de obra hace incurrir al empresario en dos clases de gasto: (i) el costo de factores, que paga a los factores de producción y (ii) el costo de uso, que paga a otros empresarios por lo que les compra, juntamente con la depreciación de su propio equipo. El excedente del valor de la producción total sobre la suma de ambos costos es el ingreso del empresario. El ingreso total será la suma del costo de factores y el ingreso del empresario. Los empresarios se esforzarán por fijar el volumen de ocupación al nivel del cual esperan recibir la diferencia máxima entre el importe del producto y el costo de factores. Definimos la oferta global P = O(N) como la función que va de un volumen de ocupación al precio de la producción resultante de su empleo. Definimos asimismo la demanda global P = D(N) como la función que va de un volumen de ocupación al precio que los empresarios esperan recibir de su empleo. El volumen de ocupación N estará determinado por la intersección D(N) = O(N), donde las expectativas de ganancia del empresario alcanzan el máximo. Al valor de P en el punto de equilibrio se lo denominará demanda efectiva. El principio (debido a Say) de que la oferta crea su propia demanda, puede reexpresarse según las definiciones previas diciendo que D(N) = O(N) para todos los valores de N. Si esto fuera cierto, la competencia conduciría siempre a un aumento de la ocupación hasta el punto en que la oferta cesara de ser elástica, lo que equivaldría a la ocupación plena.

En contraposición, el bosquejo de la teoría general de Keynes puede expresarse como sigue: (i) cuando aumenta la ocupación aumenta también el ingreso global de la comunidad, (ii) la psicología de ésta es tal que cuando su ingreso aumenta, su consumo total también crece, pero en menor medida, (iii) por lo tanto, debe existir cierto volumen de inversión que baste para absorber el excedente que arroja la producción total (ya que, a menos que exista ese volumen de inversión, los ingresos de los empresarios serán menores que los requeridos para inducirlos a ofrecer la cantidad de ocupación de que se trate), (iv) el incentivo para invertir depende de la relación entre la curva de eficiencia marginal del capital y el complejo de tasas de interés, (v) dada la propensión marginal a consumir y la nueva tasa de inversión, solo puede existir un único nivel de ocupación N compatible con el equilibrio, tal que D(N) = O(N), y (vi) no existe razón, en lo general, para esperar que N sea igual al nivel de ocupación plena, el cual sólo puede darse cuando -por designio o por accidente- la inversión corriente provea un volumen de demanda igual al excedente del precio de la oferta global resultante de la ocupación plena, sobre aquello que la comunidad decidirá gastar en consumo a ese nivel de ocupación.

La ley general de la acumulación capitalista

(Resumen de capítulos 4, 10 y 23 de El Capital I)

La circulación mercantil desarrollada es el punto de partida, el presupuesto histórico del capital. El dinero en cuanto dinero y en cuanto capital sólo se distinguen por su forma de circulación. En la circulación mercantil M-D-M se vende para comprar, mientras que la forma D-M-D del capital significa comprar para vender. Ambos ciclos constituyen la unidad de las mismas dos fases contrapuestas de venta M-D y compra D-M, pero en secuencia inversa. En M-D-M (i) el objetivo final es la satisfacción de necesidades, el valor de uso, que se ubica fuera del proceso mismo, en la esfera del consumo; (ii) la diferencia entre los extremos es cualitativa; (iii) se gasta definitivamente el dinero que ya no refluye a su punto de partida. En D-M-D, en cambio, (i) su motivo impulsor y su objetivo final son la misma cosa, dinero -como forma autónoma de valor en identidad consigo misma-, y por eso el proceso resulta carente de término y medida; (ii) debe existir una diferencia cuantitativa entre los extremos (el plusvalor), se trata de valorizar el valor, ya que el proceso sería absurdo si sólo trocara dinero por la misma cantidad de dinero; (iii) el reflujo del dinero está implicado por la índole de su gasto: sin el reflujo la operación se malogra. Resumiendo, la circulación del dinero como capital constituye un fin en sí mismo, la valorización del valor, que existe únicamente en el marco de este movimiento renovado sin cesar. En este movimiento el valor alterna constantemente entre modos de existencia, su forma mercancía y su forma dinero, como una sustancia en proceso de autovalorización, dotada de movimiento propio y para la cual mercancía y dinero no son más que meras formas. El valor, pues, se vuelve valor en proceso, y en ese carácter, capital. El contenido objetivo de esa circulación, la valorización del valor, es el fin subjetivo del capitalista, en su condición de vehículo consciente del movimiento D-M-D. Nunca debe considerarse como fin directo del capitalista el valor de uso, ni tampoco la ganancia aislada, sino dentro del movimiento renovado una y otra vez.

El movimiento D-M-D, unidad de D-M y M-D, aún no sale de la esfera de la circulación, de la compraventa de mercancías, y no es claro que esta esfera permita la valorización del valor. Examinemos primero el intercambio de equivalentes. En la medida en que se trate del valor de uso, es obvio que los dos sujetos del intercambio pueden resultar gananciosos. Ambos se desprenden de mercancías que en cuanto valores de uso les son inútiles, y adquieren otras que necesitan. Pero este intercambio no significa acrecentamiento del valor de cambio ni para el primero ni para el segundo, solo tiene lugar una metamorfosis, un cambio formal del valor. Supongamos, por consiguiente, un intercambio de no equivalentes. Distinguimos primero entre vendedores y compradores. Pueden darse dos casos: (i) que los vendedores vendan por encima del valor y (ii) que los compradores compren por debajo del valor. Pero como cada vendedor se convierte a su debido tiempo en comprador y viceversa, el resultado neto es que la ventaja que uno obtiene por un lado la pierde por el otro, observándose sólo un movimiento general de precios. Tampoco nos hace avanzar un solo paso hablar de consumidores y productores, en lugar de compradores y vendedores. Abandonemos entonces estas categorías y consideremos el asunto desde el punto de vista individual: A embauca a B, le vende por encima del valor e impide que B se tome el debido desquite. Pero el valor total no se ha incrementado un solo átomo, sino que sólo se ha modificado su distribución entre A y B. Se habría operado el mismo cambio si A, en lugar de recurrir a la forma encubierta del intercambio, hubiese robado directamente a B. Por vueltas y revueltas que le demos, el resultado es el mismo. Si se intercambian equivalentes, no se origina plusvalor alguno, y si se intercambian no equivalentes, tampoco surge ningún plusvalor. La circulación o el intercambio de mercancías no crea ningún valor. ¿Pero el plusvalor puede surgir, acaso, de otro lado que no sea la circulación? El poseedor de mercancías puede crear valores por medio de su trabajo, pero no valores que se autovaloricen. El capital, por ende, no puede surgir de la circulación, y es igualmente imposible que no surja de la circulación. Tiene que brotar al mismo tiempo en ella y no en ella.

El poseedor de dinero tendría que ser tan afortunado como para descubrir dentro de la esfera de la circulación, en el mercado, una mercancía cuyo valor de uso, i.e. ya dentro de la esfera del consumo, poseyera la peculiar propiedad de ser fuente de valor. Esta mercancía es la fuerza de trabajo, el conjunto de las facultades físicas y mentales que existen en la corporeidad viva de un ser humano y que él pone en movimiento cuando produce valores de uso de cualquier índole. Pero el intercambio de mercancías no implica más relaciones de dependencia que las que surgen de su propia naturaleza: (i) el vendedor debe ser propietario libre de su capacidad de trabajo, de su persona, debe venderla siempre por un tiempo determinado, y nada más, ya que si la vende toda junta, de una vez para siempre, se vende a sí mismo, se transforma de hombre libre en esclavo y (ii) es necesario que el vendedor, en vez de poder vender mercancías en las que se haya objetivado su trabajo, deba, por el contrario, ofrecer como mercancía su fuerza de trabajo misma. El poseedor de dinero, pues, tiene que encontrar en el mercado de mercancías al obrero libre; libre en el doble sentido de que (i) por una parte dispone, en cuanto hombre libre, de su fuerza de trabajo en cuanto mercancía suya, y de que, (ii) por otra parte, carece de otras mercancías para vender, está exento y desprovisto, desembarazado de todas las cosas necesarias para la puesta en actividad de su fuerza de trabajo. Esta relación en modo alguno pertenece al ámbito de la historia natural, ni tampoco es una relación social común a todos los períodos históricos: es el resultado de un desarrollo histórico precedente.

El valor de la fuerza de trabajo, al igual que el de toda otra mercancía, se determina por el tiempo de trabajo necesario para su (re)producción. El valor de la fuerza de trabajo (i) es el valor de los medios de subsistencia necesarios para la conservación del poseedor de aquélla. Será necesario además (ii) reponer constantemente las fuerzas de trabajo que se retiran del mercado por desgaste y muerte, por lo que estos medios de subsistencia incluyen aquellos de los sustitutos, los hijos de los obreros que perpetúan su clase. Se requiere también (iii) determinada formación que conlleva costos de aprendizaje -extremadamente bajos en el caso de la fuerza de trabajo corriente- los cuales entran pues en el valor de la fuerza de trabajo. El volumen de las necesidades imprescindibles es un producto histórico y depende por tanto en gran parte del nivel cultural de un país. En un país determinado y en un período determinado, está dado el monto medio de los medios de subsistencia necesarios. El límite mínimo del valor de la fuerza laboral lo constituye el valor de la masa de mercancías sin cuyo aprovisionamiento diario el obrero no puede renovar su proceso vital.

El trabajo del obrero a lo largo de la jornada laboral se divide en: (i) el trabajo necesario, que no produce más que un equivalente del valor de su fuerza de trabajo, y (ii) el plustrabajo, el excedente de trabajo por encima del necesario, que genera el plusvalor o plusvalía apropiada por el capitalista. Por tanto, el capitalista estará interesado en aumentar el plustrabajo, para lo cual dispone de dos medios (bajo el supuesto de que paga la fuerza de trabajo por su valor): (i) aumentar la plusvalía absoluta: incrementando la duración y/o intensidad de la jornada laboral y (ii) aumentar la plusvalía relativa: disminuyendo el tiempo de trabajo necesario, de manera que, manteniendo constantes la duración e intensidad de la jornada, haya modificado sin embargo la proporción entre trabajo necesario y plustrabajo a su favor. La reducción del tiempo de trabajo necesario es imposible, sin embargo, si no se opera un aumento en la fuerza productiva del trabajo en los ramos industriales cuyos productos determinan el valor de la fuerza de trabajo (medios de subsistencia y medios de producción necesarios para elaborarlos).

El capital tiene entonces que revolucionar las condiciones técnicas y sociales del proceso de trabajo, y por tanto el modo de producción mismo. Pero en modo alguno es necesario que el capitalista individual persiga directamente este objetivo. Las leyes inmanentes de la producción capitalista se le imponen como motivos impulsores de su conciencia en cuanto leyes coercitivas de la competencia. Supongamos que un capitalista logra duplicar la fuerza productiva del trabajo para producir una mercancía dada. El valor individual de la mercancía se halla ahora por debajo de su valor social, esto es, cuesta menos tiempo de trabajo que la gran masa del mismo artículo producida en las condiciones sociales medias. El capitalista la venderá por encima de su valor individual pero por debajo de su valor social, para realizar un plusvalor extra a la par que desplaza a la competencia del mercado para colocar su producción duplicada. En este caso la producción incrementada de plusvalor se origina en la reducción del tiempo de trabajo necesario, ya que el trabajo genera el doble de valor en igual plazo, pero el valor del salario se mantiene constante. La ley coactiva de la competencia impele a los rivales del capitalista a introducir el nuevo modo de producción en sus fábricas. El plusvalor extraordinario desaparece no bien se generaliza el nuevo modo de producción. El proceso completo sólo afectará la tasa general del plusvalor cuando el resultante incremento de la fuerza productiva del trabajo se haya dado en ramos de la producción de medios de subsistencia. Vemos que mientras que el valor de las mercancías está en razón inversa a la fuerza productiva del trabajo, el plusvalor relativo está en razón directa a la misma. Por tanto, la tendencia constante del capital es a aumentar la fuerza productiva del trabajo para abaratar la mercancía y, mediante el abaratamiento de la mercancía, abaratar al obrero mismo. Queda resuelto el enigma consistente en que el capitalista, a quien sólo le interesa la producción del valor de cambio, pugne constantemente por reducir el valor de cambio de las mercancías.

Si suponemos que la composición del capital se mantiene inalterada, esto es, que para poner en movimiento determinada masa de capital constante se requiere siempre la misma masa de fuerza de trabajo, es evidente que la demanda de trabajo y el fondo de subsistencia de los obreros crecerán en proporción al capital. Cabe que, debido a las necesidades de acumulación del capital, la demanda de obreros supere su oferta, aumentando sus salarios. Bajo estas condiciones, las más favorables a los obreros, su relación de dependencia con respecto al capital reviste formas tolerables. Empero, dicha circunstancia no modifican el carácter fundamental de la producción capitalista: la acumulación simplemente reproduce la relación capitalista en escala ampliada, con capitalistas más grandes en este polo, más asalariados en aquel. El aumento de los salarios sólo denota, en el mejor de los casos, la merma cuantitativa del trabajo impago que debe ejecutar el obrero, pero dicha merma nunca puede alcanzar el punto en el que pondría en peligro seriamente el carácter capitalista del proceso de producción. La acumulación se enlentece tras el acrecentamiento del precio del trabajo, porque se embota el aguijón de la ganancia y el precio del trabajo desciende de nuevo a un nivel compatible con las necesidades de valorización del capital. Así, el propio mecanismo del proceso capitalista de producción remueve los obstáculos que genera transitoriamente.

La acumulación como concentración simple del capital está caracterizada por (i) el grado de incremento de la riqueza social limita la concentración en las manos de capitalistas individuales, (ii) cada esfera particular de la producción está dividida entre numerosos capitalistas que se contraponen recíprocamente como productores. Contra este fraccionamiento del capital opera la atracción de los mismos por la concentración de capitales ya formados, la expropiación del capitalista por el capitalista, la transformación de muchos capitales menores en pocos capitales mayores. Se trata de la concentración propiamente dicha, a diferencia de la acumulación. Su campo de acción ya no está circunscrito por el crecimiento absoluto de la riqueza social. La lucha de la competencia se libra mediante el abaratamiento de las mercancías, que depende cæteris paribus de la productividad del trabajo, y ésta, a su vez, de la escala de la producción. De ahí que los capitales mayores se impongan a los menores. El desarrollo del modo capitalista de producción aumenta el volumen mínimo del capital individual que se requiere para explotar un negocio bajo las condiciones normales. La concentración no solo distribuye de distinta manera el capital existente, sino que opera a su vez como agente poderoso en la metamorfosis de este capital.

Pero a medida que progresa la acumulación no solamente se da un acrecentamiento parejo de los diversos elementos del capital, como supusimos provisoriamente hasta aquí, sino que la masa de capital constante aumenta cada vez más en comparación con la suma de fuerza obrera necesaria para movilizarla. La acumulación del capital, que originariamente no aparecía más que como su ampliación cuantitativa, se lleva a cabo en medio de un continuo cambio cualitativo de su composición. El grado social de productividad del trabajo se expresa en el volumen de la magnitud relativa de los medios de producción que un obrero, durante un tiempo dado y con la misma intensidad de la fuerza de trabajo, transforma en producto. Al aumentar el volumen, concentración y eficacia técnica de los medios de producción, se reduce progresivamente el grado en que éstos son medios de ocupación para los obreros. Pero este desarrollo en la composición orgánica del capital, no sólo corre parejo con la acumulación, sino que avanza con una rapidez incomparablemente mayor, puesto que la acumulación va acompañada por la concentración, que ya no está limitada por el crecimiento acumulativo del capital. La demanda de trabajo decrece entonces progresivamente a medida que se acrecienta el capital global. La acumulación y concentración capitalistas producen de este modo una población obrera relativamente excedentaria. Esta sobrepoblación se convierte, a su vez, en palanca de la acumulación capitalista, e incluso en condición vital de existencia del modo capitalista de producción, debido a que su forma cíclica con períodos de animación media, producción a toda marcha, crisis y estancamiento, se funda sobre la posibilidad de volcar súbitamente grandes masas humanas en los puntos decisivos, de aprovechar los momentos favorables, cuando la demanda es intensa y es posible resarcirse de los períodos de paralización. En suma, es necesario que los fabricantes encuentren brazos disponibles. Pero a la producción capitalista no le basta la cantidad de fuerza de trabajo disponible que le suministra el incremento natural de la población, requiere un ejército industrial de reserva que no dependa de esa barrera natural, ya que antes que el alza salarial pudiera motivar cualquier aumento natural de la población apta para el trabajo, se habría vencido un sinfín de veces el plazo dentro del que debe ejecutarse la campaña industrial. No se trata entonces del número absoluto de la población obrera, sino de la proporción variable en que la clase obrera se divide en ejército activo y ejército de reserva. La sobrepoblación relativa es el trasfondo sobre el que se mueve la ley de la oferta y la demanda de trabajo. Los movimientos generales del salario estarán regulados exclusivamente por la expansión y contracción del ejército industrial de reserva, las cuales se rigen, a su vez, por la alternación de períodos que se opera en el ciclo industrial. El trabajo excesivo de la parte ocupada de la clase obrera engruesa las filas de su reserva, y, a la inversa, la presión redoblada que esta última, con su competencia, ejerce sobre el sector ocupado de la clase obrera, obliga a éste a trabajar excesivamente y a someterse a los dictados del capital. En consecuencia, toda solidaridad entre los ocupados y los desocupados perturba el libre juego de la ley.