domingo, 1 de agosto de 2010

La teoría clásica de la democracia

Fuente: Capitalismo, socialismo y democracia (Schumpeter)

La filosofía de la democracia del siglo XVIII puede ser compendiada en la siguiente definición: el método democrático es aquel sistema institucional de gestación de decisiones políticas que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio mediante la elección de los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad. Se sostiene, pues, que existe un bien común, faro orientador de la política, que siempre es fácil de definir y que puede hacerse percibir a toda persona normal por medio de la argumentación racional. Este bien común implica respuestas definidas a todas las cuestiones, de forma que cada medida a adoptar puede clasificarse como buena o mala. Como todo el mundo tiene que estar de acuerdo, hay también una voluntad común del pueblo que se corresponde con el bien común. Cada miembro de la comunidad toma parte activa y responsable en el fomento del bien y la lucha contra el mal. En este caso, el sistema democrático sería el mejor de todos los concebidos y poca gente se preocuparía por tomar en consideración otro.

Pero no hay tal bien común unívocamente determinado. Para los distintos individuos y grupos, el bien común ha de significar necesariamente cosas diferentes que no podrán reconciliarse mediante una argumentación racional, porque los valores últimos están más allá de la categoría de la mera lógica. En segundo lugar, aun cuando resultase aceptable para todos un bien común suficientemente definido, esto no implicaría respuestas igualmente definidas para los problemas singulares. Por ejemplo, la salud puede ser deseada por todos y, sin embargo, la gente puede discrepar en cuanto a la vacunación y la vasectomía. Así, se pierde el centro de gravedad de las voluntades individuales, la volonté générale de los utilitaristas.

Tan pronto como hayamos separado la voluntad del pueblo de su connotación utilitarista, construimos no meramente una teoría diferente de la misma entidad, sino una teoría de algo completamente distinto. Aunque todavía podrá decirse que surge una especie de voluntad común u opinión pública de la maraña de acciones y reacciones individuales y colectivas que entran en el proceso democrático, el resultado carecería de unidad racional y de sanción racional, no tendría sentido por sí mismo ni se acomodaría ya a ningún bien ideal.

A fin de reclamar una dignidad ética para este resultado deberíamos replegarnos en una confianza ilimitada en las formas democráticas de gobierno en cuanto tales. Subsiste todavía la necesidad de atribuir a la voluntad del individuo una precisión, eficiencia y calidad racional que son completamente irreales. Además, su voluntad debería ser independiente de la presión de los grupos interesados y de la propaganda. Todavía más, aun cuando la voluntad del individuo cumpliera estos requisitos, no se seguiría que las decisiones políticas nacidas del proceso democrático concuerden con “lo que el pueblo quiere realmente”. El resultado obtenido puede disgustar igualmente a todo el pueblo, mientras que la decisión impuesta por un organismo no democrático podría resultar mucho más aceptable para el mismo. Aun peor, podría producirse una situación de estancamiento y lucha interminable que engendraría una creciente irritación.

La idea de la personalidad humana como una unidad homogénea, y la idea de una voluntad como el móvil principal de la acción, se han ido desvaneciendo cada vez más. De las muchas pruebas, mencionaré dos de ellas. Primero, las realidades del comportamiento humano bajo la influencia de la aglomeración: estado de excitación, súbita desaparición de los frenos morales y modos civilizados de pensar y sentir, súbita erupción de los impulsos primitivos, infantilismos y tendencias criminales. Estos fenómenos no quedan limitados a la aglomeración física de mucha gente. Los lectores de periódicos, los radioescuchas y los miembros de un partido pueden experimentar comportamientos similares. Segundo, la influencia de la propaganda sobre los consumidores: a menudo parece que son los productores los que dictan su voluntad mediante un afirmación repetida con frecuencia que apunta directo al subconsciente para evocar asociaciones de naturaleza extrarracional, con mucha frecuencia sexual.

Sin embargo, en el curso ordinario de las decisiones que se repiten a menudo, el individuo sí está sometido a la influencia saludable y racionalizadora de sus experimentos. Las cosas que están bajo su observación, las cosas en las que puede influir directamente, le desarrollan una especie de responsabilidad dada la relación directa entre la conducta seguida y sus efectos observados. Pero cuando nos alejamos de las preocupaciones de la familia y la oficina y nos internamos en los negocios de la política que carecen de un nexo directo e inequívoco con aquellas preocupaciones privadas, la voluntad individual, el conocimiento de los hechos y el método de inferencia dejan de desempeñar un papel importante. Las grandes cuestiones políticas comparten espacio, en la economía espiritual del ciudadano típico, con los temas de conversación irresponsable de las horas de asueto. El ciudadano tiene, en el fondo, la impresión de moverse en un mundo ficticio. Este sentido limitado de la realidad explica el sentido limitado de la responsabilidad y la falta de voliciones efectivas. El ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política.

Cuanto más débil sea el elemento lógico en la formación de la opinión pública, mayores son las oportunidades para los grupos que persigan fines interesados. Estos grupos pueden estar integrados por políticos profesionales, por defensores de un interés económico, o por idealistas de alguna especie. En consecuencia, la voluntad individual que observamos al analizar los procesos políticos no es una voluntad auténtica, sino una voluntad fabricada. Y con frecuencia este artefacto es lo único que corresponde a la volonté générale de la teoría clásica. La voluntad del pueblo es el producto y no la fuerza propulsora del proceso político.