miércoles, 17 de febrero de 2010

El tercer mundo (parte I)

Fuente: Historia del siglo XX (Eric Hobsbawm)

La descolonización y las revoluciones transformaron el mapa político del globo. La cifra de estados asiáticos, africanos, e incluso latinoamericanos, se multiplicó. Sin embargo, lo más importante de estos países no era su núemero, sino el enorme y creciente peso y presión demográfica que representaban en conjunto. Este fue el resultado de una asombrosa explosión demográfica en los países dependientes tras la segunda guerra mundial, que alteró el equilibrio de la población mundial. Desde mediados de siglo la humanidad ha crecido a un ritmo sin precedentes, y la mayor parte de ese crecimiento proviene de los países pobres del mundo. Varios países desarrollados a finales de los '80 ya no tenían suficientes hijos siquiera para renovar la población. Esta explosión y reconfiguración demográfica es probablemente el cambio más fundamental del siglo XX. El crecimiento fue tan grande porque los índices básicos de natalidad en los países pobres solían ser mucho más altos que los contemporáneos en los países desarrollados, y porque los elevados índices de mortalidad, que antes frenaban el aumento de la población, cayeron en picado a partir de los años '40, cuando las innovaciones médicas y farmacológicas estuvieron por primera vez en situación de salvar vidas a gran escala (gracias, por ejemplo, al DDT y a los antibióticos). Un efecto secundario de este fenómeno fue el aumento de la diferencia entre países pobres y ricos ya que, aún si las economías creciesen al mismo ritmo, el PIB aumentado debía repartirse entre una población también multiplicada en el primer caso. A fines del siglo XX la gran masa de países pobres no había hecho progresos en el sentido de una "transición demográfica" (estabilización de la población gracias a una natalidad y una mortalidad bajas), por lo que de vez en cuando algunos gobiernos emprendieron campañas de coacción despiadada para imponer el control de natalidad o algún tipo de planificación familiar.

Sin embargo, cuando vieron la luz en el mundo poscolonial y de la posguerra, no eran estas las primeras preocupaciones de los estados del mundo pobre, sino la forma que debían adoptar. No resulta sorprendente que adoptasen, o se vieran obligados a adoptar, sistemas políticos derivados de los de sus amos imperiales. La minoría de los que surgían de la revolución social o largas guerras de liberación, era más probable que siguieran el modelo de la revolución soviética. Estos sistemas eran inadecuados, poco realistas en países que, en la mayoría de los casos, carecían de las condiciones materiales y políticas para hacerlos viables. De hecho, en la práctica, el predominio de regímenes militares, o la tendencia a ellos, unía a los estados del tercer mundo, cualesquiera fuesen sus modalidades políticas. Nos hemos acostumbrado tanto a la existencia de golpes y regímenes militares en el mundo que vale la pena recordar que, en la escala presente, son un fenómeno muy nuevo. Hasta 1914 no había habido ni un solo estado soberano gobernado por los militares, salvo en América Latina. La política del golpe de estado fue, pues, el fruto de una nueva época de gobiernos vacilantes o ilegítimos. El planeta estaba lleno de estados, unos doscientos, de creación reciente, débiles, sin una tradición de legitimidad, y donde la inexperiencia o incompetencia de los gobiernos era fácil que produjese estados recurrentes de caos y corrupción. La política de los militares no era una forma especial de política, sino que estaba en función de la inestabilidad e inseguridad del entorno, solía llenar el vacío que dejaba la ausencia de política propiamente entendida. Además, como la guerra fría se desarrollaba sobre todo mediante la intervención de las fuerzas armadas de los satélites, éstos recibían cuantiosos subsidios y suministros de armas por parte de las superpotencias, en algunos casos, como Somalia, primero de una y luego de otra.

La práctica totalidad de ex-colonias y territorios dependientes del mundo estaban comprometidos en políticas de desarrollo que requerían justamente la clase de estado estable y eficaz cuya ausencia adolecían. Después de la Gran Depresión, la guerra, la revolución mundial y la descolonización parecía que ya no había futuro para los viejos programas de desarrollo basados en el suministro de materias primas al mercado internacional dominado por los países imperialistas, como el programa de los estancieros argentinos y uruguayos. Además, tanto el nacionalismo como al antiimperialismo pedían políticas de menor dependencia, y el ejemplo de la URSS constituía entonces un impresionante modelo alternativo de desarollo. Por eso los estados más ambiciosos decidieron acabar con su atraso agrícola mediante una industrialización sistemática, bien según el modelo soviético de planificación central, bien por sustitución de importaciones, basados ambos en la intervención y predominio del estado. Casi todos querían controlar y desarrollar por su cuenta sus propios recursos, como el petróleo. Los que tuvieron menos éxito fueron los nuevos países que subestimaron las limitaciones de su atraso: falta de técnicos, administradores y cuadros económicos cualificados y con experiencia. Pero el funesto balance de los nuevos estados del África subsahariana no debe inducirnos a subestimar los importantes logros de antiguas colonias mejor situadas, las que a partir de los '70 comenzaron a conocerce como NIC (Newly Industrializing Countries). Estas se basaron, con la excepción de Hong Kong, en economías bajo la tutela y planificación del estado que, como en el caso de Brasil y México, generaron burocracia, una corrupción espectacular y despilfarro en abundancia, pero también un alto índice de crecimiento anual durante dos décadas. La planificación estatal en el Extremo Oriente, donde se inscriben los llamados "tigres del Pacífico", estaba por lo general basada en grupos empresariales protegidos, dominados por el control gubernamental del crédito y la inversión.

Pero el desarrollo, dirigido o no por el estado, no resultaba de interés inmediato para la gran mayoría de los habitantes del tercer mundo, que vivía del cultivo de sus propios alimentos. Sólo en el hemisferio occidental y en las tierras áridas del mundo islámico occidental el campo se estaba volcando sobre las grandes ciudades. En regiones fértiles y sin excesiva densidad de población, como buena parte del África negra, la mayoría de la gente se las habría arreglado bien si la hubieran dejado en paz. Sin embargo, la revolución económica global tendió a dividir a la población de esas zonas entre los que actuaban dentro del mundo de la escritura y los despachos, y los demás, la distinción básica entre la costa y el interior, entre la ciudad y la selva. Al ir juntos modernidad y gobierno, el interior quedaba gobernado por la costa; la selva, por la ciudad; los analfabetos, por los cultos. Por eso hasta las gentes más lejanas y atrasadas se dieron cuenta de las ventajas de tener estudios superiores. Tener estudios era tener un empleo como funcionario, con suerte hacer carrera, lo que permitía a uno obtener sobornos y comisiones y dar trabajo a parientes y amigos. Un pueblo de, por ejemplo, África central que invirtiese en los estudios de uno de sus jóvenes esperaba recibir a cambio ingresos y protección para toda la comunidad. Donde parecía que la gente pobre podía beneficiarse de las ventajas de la educación, el deseo de aprender era prácticamente universal. Estas ansias de conocimiento explican en buena medida la enorme migración del campo a la ciudad que despobló el agro de América del Sur a partir de los '50: en la ciudad residían las oportunidades de educación y formación que permitirían a los hijos "llegar a ser algo". Pero no fue hasta los años '60, o más tarde, cuando la población rural del resto del mundo empezó a ver sistemáticamente la modernidad como algo más prometedor que amenzante.

Sin embargo, había un aspecto de la política de desarrollo económico que habría sido de esperar que resultar atractivo a la población rural: la reforma agraria. Esta consigna podía significar cualquier cosa, desde el reparte de los latifundios entre el campesinado, hasta la abolición de las servidumbres de tipo feudal, desde la rebaja de arriendos hasta la colectivización revolucionaria de la tierra. Es probable que jamás se hayan producido tantas reformas agrarias como en la década que siguió a la guerra, llevadas a cabo por gobiernos de todo el espectro político. América Latina constituye una excepción en este sentido, descontando la revolución boliviana del '52, el estallido revolucionario mexicano de los '30 y la revolución cubana de Fidel Castro. Sin duda la reforma agraria fue bien acogida por el campesinado, por lo menos hasta que se pasó a la colectivización de las tierras o a la constitución de cooperativas, como fue norma general en los países comunistas. Lo que los modernizadores vieron en esta reforma no era necesariamente lo que representaba para los campesinos, a quienes no interesaban los problemas macroeconómicos ni los principios generales, sino exigencias concretas, a veces reivindicaciones históricas que iban a contrapelo de consignas igualitarias. Para los modernizadores, los argumentos en pro de la reforma eran políticos (ganar el apoyo campesino para regímenes revolucionarios o, al contrario, para contener la revolución), ideológicos, y a veces económicos. Desde el punto de vista de la productividad, los argumentos favorables al mantenimiento de un campesinado numeroso eran y son antieconómicos, ya que en el mundo moderno el aumento de la producción agrícola ha ido en paralelo al declive en la cifra y proporción de agricultores. Sin embargo, la reforma agraria demostró que el cultivo de la tierra por propietarios medios de mentalidad moderna podía ser tan eficiente y más flexible que la agricultura latifundista tradicional, las plantaciones imperialistas y cualquier intento desencaminado de industrializar la agricultura como las gigantescas granjas estatales de tipo soviético. Con todo, el argumento económico más poderoso en favor de la reforma agraria se basa en la igualdad. Mientras que la disparidad de ingresos alcanzaba sus cotas máximas en América Latina, seguida por África, era muy baja en varios países asiáticos, donde las fuerzas de ocupación norteamericanas habían impuesto reformas agrarias radicales: Japón, Corea del Sur, Taiwán. Se ha especulado tanto sobre la medida en que el triunfo de la industrialización en estos países se vio ayudado por las ventajas socioeconómicas de esta situación, cuanto sobre hasta qué punto el progreso de la economía brasileña ha sido más inconstante por la gran desigualdad en la distribución de la renta, que limita irremediablemente el mercado interior. La gran desigualdad de América Latina no puede dejar de guardar relación con la ausencia de reforma agraria en tantos de sus países.